Uno pensaría que la llegada de un crucero es garantía de bonanza para cualquier puerto. Miles de turistas bajan durante unas horas, se pasean, recorren tiendas, toman fotos y regresan a bordo con alguna artesanía. Pero pocas personas ponemos el ojo en cuánta de esa derrama económica se queda en tierra o nos detenemos a observar qué podemos hacer para que ese tráfico flotante sea algo más que cifras alegres.
Entre enero y abril de este año, México recibió más de 3.88 millones de pasajeros de crucero en 1,200 embarcaciones, según cifras oficiales de la Secretaría de Turismo. Si la tendencia se ha mantenido, es razonable estimar que entre enero y julio se hayan superado los 5.9 millones de cruceristas con Cozumel, Mahahual, Ensenada y Mazatlán a la cabeza como los destinos más frecuentados. Lo más interesante resalta si revisamos el detalle, pues cada pasajero deja en promedio 75 dólares en tierra. Es decir, sí hay movimiento, pero no necesariamente desarrollo.
Mazatlán, por ejemplo, ha hecho ajustes finos pues, como no tiene el volumen de Cozumel, ha sabido visualizarlo y apostar por algo distinto: ha propuesto hacer que el turista camine, que se adentre en el centro, que escuche al guía, que compre directo del artesano. La coordinación entre autoridades, comercios, transportistas y promotores culturales ha mejorado, y eso se nota en las calles cercanas al muelle que, después de ser solo una zona de paso, hoy luce como todo un circuito vivo que intenta retener la atención… y algo del gasto.
Pero no todos los puertos han seguido ese camino, hay lugares donde la llegada del crucero implica más desgaste para la localidad que beneficio económico o cultural. Esa escala representa muchas veces más basura, más tránsito, más vigilancia… pero poco ingreso que desemboque en desarrollo o crecimiento. Y es que la mayoría de los servicios que consumen los viajeros están a bordo de la nave, viajan en un enorme centro comercial que lo tiene todo: tiendas, restaurantes, espectáculos. Todo facturado en origen, fuera del país anfitrión. Así funciona la industria, de una manera muy eficiente para las navieras, pero a veces muy compleja para las comunidades receptoras.
Y como suele pasar en situaciones donde el beneficio se lo lleva solo una de las partes, el costo lo terminan absorbiendo los municipios. Algunos países del Caribe han adoptado la aplicación de cuotas por pasajero que se reinvierten directamente en servicios públicos. En México, en cambio, el debate apenas comienza, pero ya es urgente.
No digo que haya que cobrar por cobrar, tampoco queremos espantar a las navieras, solo creo que es necesario reconocer que el turismo de cruceros no puede seguir operando como si fuera invisible al fisco, a la infraestructura y al territorio. Cada atraque requiere de una planeación, una inversión y un modelo que permita que los beneficios no se queden anclados, sino que también desciendan a tierra.
Ya me ha tocado escuchar a más de un alcalde decir que, más que recibir más cruceros, preferirían llegadas mejor organizadas: con rutas y horarios definidos, acuerdos fiscales transparentes y beneficios tangibles para su comunidad. Desde luego, no es un rechazo al turismo, uno de sus principales sectores de recaudación de ingresos, es más bien una exigencia de reciprocidad, que el puerto no sea solo punto de embarque para las ganancias de otros, sino también de oportunidades para quienes lo habitan.
México está en una posición envidiable: tiene más de 11,000 kilómetros de litoral, puertos activos en ambos océanos, sitios considerados Patrimonio de la Humanidad a pocas cuadras del mar, cocinas regionales que enloquecen a cualquier paladar y, sobre todo, gente con ideas. Gente que diseña experiencias, que transforma una calle en recorrido cultural, que convierte platillos en carta de presentación de nuestro país. Lo que en realidad hace falta es establecer acuerdos que prioricen a las comunidades que hacen posible la experiencia turística. Si lo logramos, los cruceros seguirán llegando. Y entonces sí, valdrá la pena recibirlos con todo lo que tenemos… y con una caja registradora que no esté desconectada.